7.8.07

"Amistad profana" de Harold Brodkey


(Ver post posterior)

Venecia es el escenario de una amistad, de un amor, que el libro retrata en tres tiempos. En los años treinta, en la Italia del adolescente fascismo, Niles O´Hara, un chico norteamericano hijo de un escritor expatriado, conoce a un muchacho veneciano, Giangiacomo Gallieni. El estallido de la guerra los separa. En la década de los cuarenta se produce el reencuentro, cuando la familia norteamericana regresa a una Venecia muy distinta de la que dejaron. Niles recupera al amigo de la infancia, que durante la contienda ha descubierto el horror y también la sexualidad, y la amistad se transforma en atracción homoerótica. De nuevo sus sentidos se separan y ya en el presente se reencuentran por última vez cuando Niles, ahora escritor de prestigio, escribe un guión para Giangiacomo, que ha triunfado como actor. Esta hermosa novela, escrita con el concurso de una prosa llena de matices y sugerencias, Brodkey se adentra por última vez en los meandros del deseo, de la siempre difícil búsqueda del amor

"Esta salvaje oscuridad.La historia de mi muerte" Harold Brodkey


Buscando novelas que hayan tenido a Venecia como escenario o tengan como tema esta bella ciudad, encuentro la figura de Harold Brodkey (Nada tiene que ver con Brodsky enterrado en Venecia y del que ya hemos hablado) El libro que leo es "Amistad profana". Adentrandome en el autor veo que ha escrito un relato de su propia muerte con el titulo "Esta salvaje oscuridad" De la mano de estas dos obras ando la busqueda de su obra mas importante "El alma fugitiva" que ya os comentare/. Muerto de SIDA en 1996 despues de un periodo de vida heterosexual larga, se enfrento a la muerte con la ayuda de su esposa e hijos. Una cronica impresionante. van , pues, comentadas las dos obras de este autor:
Escritor norteamericano nacido en Staunton, Illinois. Estudió en la Universidad de Harvard y vivió gran parte de su vida en la ciudad de Nueva York. Con su primer libro Primer amor y otros pesares (1954), fue definido como un escritor de primera magnitud y una de las más extraordinarias figuras literarias de su generación. A éste siguieron, Relatos a la manera casi clásica (1988), reunión de cuentos escritos durante las tres décadas siguientes, El alma fugitiva (1991), considerada una de las obras cumbres de la literatura americana del siglo XX, Amistad profana (1994) y Esta salvaje oscuridad (1996). Esta última que fue publicada póstumamente es una reflexión de los últimos tres años de su vida cuando se le diagnosticó el sida. Estuvo casado con la escritora Ellen Schwamm. Harold Brodkey, que estaba considerado un genio evasivo y de lenta producción, y que cuyos escritos lo colocaban a la altura según los críticos del mismísimo Marcel Poust, escribió como nadie sobre la muerte, el poder, la fama y la inmortalidad de la literature
Esto decia La Vanguardia sobre "Esta salvaje oscuridad"

La sección inicial de "Esta salvaje oscuridad. La historia de mi muerte", el libro póstumo de Harold Brodkey (1930-1996), es ya escalofriante, dolorosa como zarpazo de león en pleno rostro. Arranca con un lacónico: "Tengo sida". Concluye poco después con su hospitalización y estas palabras: "Así terminó mi vida. Y empecé a morir". Era la primavera de 1993. En enero de 1996 Brodkey moría y dejaba esta obra breve, terrible, que documenta el feroz aprendizaje de la muerte de uno de los pocos grandes narradores de culto que ha dado la literatura norteamericana en los últimos años del siglo, autor de dos libros de relatos y otras dos novelas de alto voltaje que le sobreviven.

Con todo, nada suyo es comparable a lo que acabo de leer. Para mejor entenderlo conviene fijar la escenografía. Cuando Brodkey recibió el diagnóstico condenatorio, se sorprendió porque, según escribe, en 1977 había abandonado sus hábitos homosexuales casándose con la escritora Ellen Schwamm, la mujer de carácter que estará con él en su inexorable combate hasta más allá de lo predecible. Ellen, por ejemplo, muestra su "decepción" cuando le anuncian que su sangre no está contaminada. Así que Ellen no morirá con Harold, pero sí comparten en el límite de lo humano las oscilantes fases del declive. Más adelante, al hilo de sus inmersiones espasmódicas en el pasado, Brodkey deduce que el virus se lo pasó un joven maestro con quien en 1970 mantuvo relaciones, Charles Yodi, a su vez víctima del azote.

Pero ésta no es la cuestión primordial para Brodkey, enzarzado con sus menguantes energías en una batalla que de antemano parecería imposible: la búsqueda del sentido de la muerte, si lo tiene, dado que el de la vida ha perdido ya todo valor, sustituyendo la continuidad del discurso lógico por otro sensorial que exprese con palabras extraídas de la oscuridad del propio caos lo que hasta entonces había considerado innombrable. Para ello ha de convencerse a sí mismo de que en vez de proseguir el camino hacia delante movido por la esperanza de llegar a cualquier parte, ahora lo hace a la inversa no para volver al principio, sino, paradójicamente, para enfrentar la certeza del inmediato final... ¿Cómo asumir lo que ha dejado de ser un miedo latente pero abstracto para concretarse en la tóxica ebriedad que lo arroja a uno fuera del tiempo y lo transforma en un desecho físico y moral? Esa condición de reo sentenciado que sitúa a Harold Brodkey en el corazón del infierno y frente al resto de la humanidad se manifiesta en el libro de una forma sobrecogedora. El relato va cerrándose a medida que se escribe y es leído, igual que la vida va quedando atrás en el vertiginoso avance de la existencia hacia su desenlace. El sistema de compuertas que liberan la oscuridad en detrimento de los breves destellos de luz es de tal evidencia que aturde.

Lo extraordinario es que no recuerdo haber leído una obra residual de semejante lucidez, en la que brille con tanta fuerza el talento de primera categoría del autor. Con furia pero exento de rabia, despojado de toda convención vicaria, Harold Brodkey, lívido como la arena de una playa geográficamente desubicada, escribe de la madre que ha echado de menos, de sus sórdidas relaciones con los padres adoptivos, del Nueva York que ama y detesta, del redescubrimiento de la naturaleza, de su sexualidad y de la fe insobornable en su obra defendida hasta la fatiga, a la que rinde un bello homenaje final: "Si me ofrecieran verme libre de esta enfermedad a cambio de mi obra, no aceptaría". También admirable el relato de la despedida de Venecia, escenario de su última novela, "Amistad profana", ciudad moribunda, desplegada sin rubor ante los ojos del precario visitante que ve en ella las muecas de su propia e inútil resistencia al destino.

Es difícil no sentirse bajo la piel de Brodkey cuando anuncia: "He de decir que desprecio la vida si no puedo vivirla en mis términos". Y no percibir en lo hondo de la sensibilidad la conmoción de su risa que, asegura, "me rodea por entero", mientras asombrado se imagina navegando sin amarras por dóciles aguas bajo un cielo mudo. A los sesenta y seis años. Tremendo adiós de un escritor auténtico, en el punto cero de su infinito
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